¿Despreciar o abrazar la tecnología?
Última actualización el 1 de mayo de 2025
La relación con la tecnología suele moverse entre dos polos: el rechazo, por considerarla perjudicial, y la aceptación, como si fuera inevitable o incluso deseable. Esta dicotomía no es nueva.
Por ejemplo, Umberto Eco (2004), respecto a las tecnologías que alguna vez llamamos «medios de masas», ubicaba a los apocalípticos y a los integrados. Los primeros, críticos que consideraban que esas tecnologías comunicativas hacían daño a la cultura en general; mientras que los segundos ven en ellas una oportunidad para la innovación y el cambio social, ejemplos de esto son ideas como las de sociedad del conocimiento o economía naranja. Otos ejemplos están en perspectivas teóricas como el «determinismo tecnológico», la idea de que los cambios sociales se deben a cambios tecnológicos; o el «constructivismo tecnológico», la idea de que los cambios tecnológicos se definen según configuraciones sociales específicasSobre este tema hay mucho en qué profundizar en el futuro. Por ahora, solo cabe añadir que estos paradigmas pertenecen al ámbito de la sociología de la tecnología, con autores como Thomas et al. (2008) con una visión sistémica, o como Pinch y Bijker, E. (2008) o Gosselain (2011), de corte más constructivista, entre muchos otros..
La llegada de ChatGPT en 2022, seguida por otros grandes modelos de lenguaje (LLM), intensificó las posturas ya divididas sobre la tecnología. Esta división refleja ideas éticas, culturales y políticas fundamentales que influyen en cqué postura adoptamos. Creo que es importante distinguir entre las tecnologías en sí mismas y las estructuras socioeconómicas, como el capitalismo o el Estado-Nación, que las han adoptado, transformado o creado, pero que no las determinan totalmente.
La tecnología como instrumento o como posibilidad
Posiblemente los dos aspectos más relevantes de la tecnología son:
- Para qué se usa, y
- Lo que hace posible
Si enfatizamos el para qué se usa, adoptamos una visión «instrumentalista» de la tecnología. La entenderemos simplemente como una herramienta capaz de asistir actividades humanas. Aquí, los criterios claves son la eficiencia, la automatización y la potencia analítica, explicativa o productiva de un sistema.
Si enfatizamos lo que hace posible la tecnología tendríamos una visión «posibilista», orientada a entender qué cosas, que antes no eran posibles, o no a una escala más amplia, ahora son viables. Los criterios claves de esta perspectiva son la cantidad y calidad de affordances u ofrecimientos, que son las oportunidades para la acción que permite un artefacto tecnológico; también cosas como la «escala de impacto», es decir, qué tanto un sistema puede influir (o incluso crear) en horizontes como el espacio, el tiempo, las relaciones sociales, económicas, políticas o ecológicas, u horizontes abstractos como el de la «verdad» o la moralidadNo debería sorprendernos pensar cómo internet transformó completamente la forma en que experimentamos el tiempo, el espacio y la propia «realidad». Nociones como el «tiempo real» serían muy difíciles de entender para una persona urbana en los años 50, al menos tal y como los entendería un adolescente de 15 años en el 2024. Lo mismo puede decirse de la posibilidad de «estar presente» en un lugar físico a la vez que en otro(s) lugar(es) digital(es). La posibilidad de crear «verdades» o «hechos» alternativos (posverdad o posfactualidad) sobre cosas como el calentamiento global, es un ejemplo de cómo el horizonte abstracto de la «verdad» también se ha transformado. Estos son otros temas a los que, por ahora, solo me limitaré a apuntar apenas algo en este texto..
Personalmente, me interesa observar las tecnologías web desde ambas miradas: como medios para facilitar tareas, pero también como infraestructuras que generan nuevas formas de interacción social. En este sentido, la tecnología no está aislada, sino que interactúa con sistemas económicos y políticos, retroalimentándose con ellos.
Los sistemas detrás de la tecnología
Esbozaré apenas algunas cosas sobre la compleja interacción entre tecnología y estructuras sociales, económicas, políticas.
Por un lado está el «capitalismo de alta tecnología», Silicon Valley, los gigantes llamados FAANG. Las figuras culturales de este paradigma son, primero, el «emprendedor disruptivo», usualmente versado en programación y con una mentalidad de crecimiento, que tiene una idea arriesgada de negocio con el potencial de generar una utilidad exponencial. Para eso necesita de la otra figura, el «capitalista de riesgo», una persona con capital suficiente para invertir en varios de estos emprendimientos, sabiendo que un buen porcetaje de ellos fracasarán, pero basta solo uno exitoso para multiplicar su inversión como ninguna otra. Desde Netflix hasta OpenAI (la empresa detrás de ChatGPT), estas son las empresas que han modelado el imaginario de la «alta tecnología», y son también el objeto principal de la crítica a la tecnología como responsable de un presente oscuro y un futuro distópico.
Por otro lado, están personajes como Richard Stallman, Aaron Swartz y movimientos como el Software libre y de código abierto, con sus variantes como el conocimiento abierto o la democracia abierta (Gilman y Cerveny 2023; Rushkoff 2004). Estos movimientos «son opuestos» a la tecnología basada en capital de riesgo en el sentido de que atentan contra al varios de sus pilares, al menos tengo dos en mente, ahora mismo: la propiedad intelectual y la propiedad común (commons). Este paradigma funciona más como una economía del don (Bergquist y Ljungberg 2001; Von Krogh, Spaeth, y Lakhani 2003), es decir, como un sistema donde el objetivo es donar la mayor cantidad posible de valor y, a cambio, se obtienen cosas como prestigio, liderazgo, y otros tipos de apoyo, incluido el económico. A diferencia de la competencia por obtener el capital de riesgo, en este contexto se busca la colaboración, vía contribuciones, el uso de acuerdos o convenciones desentralizados, y la autogestión de los proyectos.
Ambos paradigmas no están aislados, sino que se retroalimentan en múltiples niveles. Muchos productos con código privativo usan, en mayor o menor medida, código abirto. Algunas licencias de código abierto, como las de tipo BSD, permiten su uso con fines comerciales. Muchos de los artefactos de código abierto más usados son creados y mantenidos por los grandes gigantes tecnológicos. Facebook tiene el modelo de IA Llama, la librería para crear interfaces más usada, ReactJS. Google mantiene Android, el sistema operativo para móviles más usado por diferentes modelos, y que a su vez contiene el kernel de Linux, quizá el proyecto de código abierto más importante hasta ahora. Finalmente, muchos proyectos existen gracias a regulaciones de Estados u organismos multilaterales, relacionadas con la privacidad de los datos, las políticas anti-monopolio. También son fuertemente influenciadas por la configuración geopolítica actual (pensemos en Rusia y China, en contraste con EEUU, Europa o Corea del Sur), y esta configuración se forma a su vez por las cadenas de suministro requeridas para fabricar los compoenentes electrónicos básicos en la fabricación de dispositivos, o en las fuentes de energía eléctrica que se requieren para usar y mantener la red global con tecnologías voraces como el cripto o el entrenamiento de modelos de IA.
Entonces, ¿despreciamos o abrazamos?
La tecnología puede amplificar tanto la explotación como la cooperación. Puede servir al control o al bien común. No se trata de despreciarla ni de rendirse ante ella, sino de preguntarnos: ¿cómo queremos que funcione?, ¿en manos de quién?, ¿para qué fines?
Solo así podremos imaginar y construir un mundo donde la tecnología no reproduzca desigualdades, sino que las desmonte.